Es uno de los
primeros recuerdos que tengo de mi infancia y de los más
entrañables: en las noches de invierno, con ese frío intenso que
parece que antes hacía más que ahora, al tiempo de acostarnos mis
padres subían a nuestra habitación y sobre hojas de periódico
ponían el brasero en los colchones de lana, altos y blanditos y los
calentaban y así no pasábamos frío al meternos en la cama; era una
sensación tan agradable, el hundirte un poco en esa lana templadita,
que para eso mi madre todos los días al hacerla la movía con ánimo
y mucho trabajo.
Pero a lo que vamos
es a recordar el brasero y la camilla, algo tan del sur y tan
nuestro. Quién no recuerda esas interminables noches de tertulia y
juegos (parchís, oca, lotería, dominó, cartas...), oír la radio y
también de rezos (yo conocía a una familia que rezaba el rosario al
amor de sus brasas) y si se le echaba alhucema ya ni te cuento el
aroma que desprendía.
Pero preparar el
brasero era todo un arte y había que saber hacerlo, a media tarde,
un poco antes de empezar a oscurecer se sacaba la “copa” como
decimos por aquí al patio o a la puerta y se le echaba cisco y picón
comprados en la carbonería o al piconero que lo vendía por la
calle. Una vez que se encendía había que dejarla al aire hasta que
el cisco se quemara y estuviese de color gris ¡ah! Y con cuidado de
que no se quemara ningún tizón pues echaba mucho humo y olía,
entonces había que apartarlo. Y ya era el momento de meterla debajo
de la camilla y toda la familia sentarse alrededor, de vez en cuando
había que echar una “firmita” esto es, moverla con la badila,
pero esto también se tenía que saber hacer, para dejarla como un
cono encendido.
Y así podría
seguir comentando cosas sobre la camilla y el brasero pero a lo mejor
en otra ocasión, solo diré que me ha gustado recordarlas, si os
viene a bien os invito a contar anécdotas o también recuerdos y
compartirlos.